La esclava

Cuando Romina entró en esa casa de campo, se estremeció al ver las rejas de hierro que cubrían la ventana de la cocina. La imagen de esos palotes hizo que recordara sus 30 años de prisión por aquel crimen que no había cometido. En aquel tiempo, su dolor había sido tan intenso que nada lograba reunirla con alguna esperanza de libertad. Estaba bien presa y su gran compañía era la impotencia de no poder salir de allí. 

Un buen día, de esos que no dicen nada o, mejor dicho, de los que no se espera que digan nada, Romina encontró su libertad. De esclava pasó a ser dueña de su vida como también de esa caja cuadrada de ladrillos y rejas en la que tanto había sufrido a causa de su carcelero, que sólo veía en ella la imposibilidad de su propia libertad. Al hombre se lo llevó la muerte, a la mujer le quedó la esperanza de salir de su cautiverio.